El ruido de los inocentes




“…El ángel vigía, descubre al ladrón,
Le corta las manos, le quita la voz,
La gente se esconde o apenas existe
Se olvida del hombre se olvida de dios…”



Un llanto rompió la calma de la cuadra. Nada volvió a ser como era.
La cama estaba deshecha, revuelta, blanca; la habitación vacía y desordenada. Un rayo de luz débil, matinal y tibio entraba por la ventana abierta. El sol  iluminaba hasta el comienzo de un pasillo extenso y angosto. No pasaba la luz, no pasaba el aire, se amalgamaba en ese espacio algo pegajoso y silente.

Él se apoyaba en una de las paredes del pasillo, la sostenía con la cabeza, le enseñaba un juego, le cantaba una canción, mirándola de frente, muy cerca.

En la cocina la luz y la calma, la tibieza de la mañana y la certeza de las cosas en su lugar. Una mesa con cuatro sillas y un jarrón vacío en el medio. Algunas monedas desparramadas y un rompecabezas sin terminar.
En el lavaplatos se terminaba de escurrir el último resto de agua que se arrastraba dejando una huella roja, tiñendo débilmente el borde del desagüe.

Él se vuelve de espaldas contra la pared del pasillo, esconde las manos y da vuelta la cara hacia donde la luz no llega. Su figura comienza donde termina un rastro rojo y caliente, la sangre que no termina de coagular. Sus manos, ya no están, la canción es muda, está en su cabeza, el ángel salió por la ventana abierta. Nunca entendió por qué despertó solo esa mañana, nunca entendió por qué despertó.

“Tu tiempo es un vidrio,
Tu amor un fakir, mi cuerpo una aguja,
Tu mente un tapiz…”

(Desarma y Sangra. Charly García)

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