Al calor de la siesta
Son las tres de la tarde. La casa reposa
al ritmo de la hora de la siesta. En el comedor se percibe un murmullo que
proviene del televisor. Está hablando el conductor de un programa de chimentos.
El volumen está muy bajo. Ella va y viene por la casa, pasa delante del
televisor como si éste no existiera, no le dedica ni una sola mirada, cruza
cargada con pilas de ropa, rápidamente las deposita en una silla y vuelve a
salir. Repite esa escena dos o tres veces más. Luego despliega delante de la
mesa la tabla de planchar, apoyando sobre ella la plancha enchufada que respira
vapor como quejándose de que la despierten de su ensoñación metálica.
De pie frente al escenario armado, toma
el control remoto y sube un poco el volumen, pero sigue sin prestarle atención
a lo que transmite la pantalla.
De a poco comienza a acomodar la ropa
que había dejado sobre la silla, separa las camisas de los repasadores y cuelga
en una percha el guardapolvo tableado de su hija.
La cortina musical del programa que está
por comenzar parece sacudirla. Bruscamente deja de ordenar la ropa y se va
hacia la cocina, apareciendo casi al instante con el mate en una mano y el
termo en la otra. Así comienza la novela de las tres y ella empieza a planchar.
Cada tanto se ceba un mate y vuelve a la
tarea, pero sin dejar de mirar la pantalla del televisor. Fue planchando cada
cosa que había arriba de la silla. Había comenzado por los repasadores, siguió
por las camisas, los pantalones, la ropa interior. Sí, la ropa interior también
se plancha, le había dicho una enfermera, porque mata cualquier bicho que puede
quedar dando vueltas por ahí, si no después uno se lo pone y se agarra cada
cosa, sobre todo la culebrilla. La enfermera resumía, sin saberlo, el miedo
médico a lo que no se ve, a cualquier íncubo.
Sacó el guardapolvo de la percha y lo
miró a trasluz, como buscando algo perdido en la tela. El blanco radiante la
espantó un poco, el brillo la encegueció. Otra vez la cortina musical de la
novela pareció sorprenderla, aunque ella conocía la escena que se aproximaba. Esta
vez la música melosa anunciaba que los protagonistas estaban a punto de
besarse. Bajó el guardapolvo hasta la tabla y en un movimiento inconsciente, sin
sacar la mirada del televisor comenzó a planchar. Los protagonistas de la
novela se habían fundido en un beso desesperado. Él le había tomado la cara a
la actriz y mirándola fijo susurró palabras que ella, mientras planchaba, repitió
con él. El tiempo se detuvo, su boca estaba entreabierta y sus ojos postrados
en la pantalla ni siquiera pestañeaban. Algo la hizo lagrimear, con la mano que
tenía libre se tocó un ojo y como despertando de un sueño percibió el calor que
subía desde la plancha y el olor a quemado. La mano había detenido su
movimiento de vaivén, el hierro caliente rompió la tela, la desgarró quemándola
y dejando un agujero marrón y humeante en la entrepierna del guardapolvo blanco
de su hija. Lo volvió a mirar a trasluz, no había nada que hacer, no lo iba a
poder disimular.
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