El fuego
Nos sentamos frente
al fuego, porque alguna verdad se tenía que revelar ante nosotras esa noche.
En el agua del lago
rebotaba el brillo de la luna como un faro que venía desde las piedras del
fondo. Nos habíamos mojado las manos para comprobar que era de noche y
que el agua estaba tan fría que lo único que quedaba por hacer, llegadas a ese
punto, era prender una fogata entre las piedras.
Todo el camino hasta
esa orilla habíamos cantado canciones viejas; estábamos un poco borrachas por
el vino, por el silencio de la noche serrana y por la libertad de que el tiempo
nos pertenecía al menos por tres días.
Cuando llegamos al
margen del río, colgamos los ojos en las ramas más altas de los sauces y la
embriaguez se diluyó entre las hojas y la noche que se cerraba. Nos dejamos
envolver por el silencio, y la oscuridad nos propuso el juego de adivinar las
siluetas de lo que se encontraba en la orilla de enfrente. En seguida nos
llenamos de historias y la necesidad del fuego creció.
Encendimos el fogón y
nos sentamos muy cerca unas de las otras, para que el calor nos llegue lo más
rápido posible. Empezábamos a sentir el frío que bajaba de las sierras y que
subía del río. Por momentos, nos quedábamos en silencio, y el baile de la
fogata nos hipnotizaba, nos extasiaba ver las llamas que parecían querer
alcanzar el cielo, y nos robaba las palabras.
Era la primera noche
y no queríamos que la euforia de lo venidero nos saquee el entusiasmo.
Entonces, jugando a las equilibristas entre la euforia y el mutismo, nos
contamos cuentos de terror que conocíamos de nuestra infancia y entre ellos
mezclamos historias propias y ajenas.
Enredadas en un
relato que parecía crecer en confesiones, empezamos a descubrirnos casi
idénticas. Las historias terminaron siendo una. Cercanas en el tiempo, lejanas
muchas veces en distancias, resultamos ser nuestros propios espejos.
Quien hubiera podido
mirarnos desde afuera, habría adivinado que nada de esto era intencional, pero
resultaba necesario. Contarnos a nosotras mismas lo que ya sabíamos, solamente
para reconfirmarlo.
Cada una tenía la
necesidad de trazar el camino de estrella a estrella con algo más que la
mirada, porque también el cielo negro y abierto invitaba, la noche cantada de
grillos y arrullada por el vaivén del agua contra las piedras.
¿Cómo no querer
desvestirse ante el fuego que se levantaba cada vez más alto como queriéndose comer
lo que quedaba de oxígeno? ¿Cómo no querer mostrar el cuero, el cuerpo, si todo
naranja y azul se teñía alrededor de la ronda? Las palabras brotaban de cada
una de nosotras con un entusiasmo que se reflejaba en la mirada de todas. Cada
vez que una comenzaba a hablar, el silencio conspiraba a nuestro alrededor e
intuitivamente otra tomaba la palabra y continuaba el relato.
Todavía faltaba mucho
para el sol, aunque cada tanto el cielo parecía alumbrar una luz fuerte, que al
rato se desvanecía.
Nos quedamos dormidas
alrededor de la hoguera. Cuando nos despertamos, el sol nos abrigaba y el fuego
se había apagado. Volvimos al pueblo y en el camino no hablamos, todavía nos
duraba la vergüenza de la desnudez pero nuestros cuerpos ya eran uno, distintos
y el mismo.
Sabíamos que vendrían
los días de lluvia con las tardes transcurridas entre el barro pegajoso de la
calle sin pavimentar y el sol entre las nubes, secando las hojas amarillas que
el agua aplastaba contra el suelo, con la misma certeza que sabíamos que ese
fuego que nos desnudó la noche anterior nos acompañaría para siempre.
¡Muy bueno!
ResponderEliminar¡Muchas gracias, Jorge!
EliminarExelente muy bueno
EliminarAmé
ResponderEliminar¡Muchas gracias!
Eliminar¡Muchas gracias Eve!
ResponderEliminarHermoso Cele!!! Me encantó.
ResponderEliminar¡Muchas gracias, Su!
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