Puerto Ruiz

Puerto Ruiz nos recibía silencioso.  Solamente escuchábamos el canto de los pájaros madrugadores y el pique de algún pez en el agua. Nos recibía vestido de mañana fresca de enero, con el aire liviano y una brisa que apenas nos secaba los ojos.
Era la hora en la que los pescadores dormitaban en sus reposeras descoloridas y cada tanto se paraban a tocar las cañas de pescar clavadas en el muelle.
En el río se rompían los primeros brillos del sol en luces que enceguecían si se las miraba fijo.
El viaje había sido poco planeado, queríamos escaparnos un rato de la ciudad que parecía envuelta en una sábana de humedad. También queríamos salir del ruido, del murmullo de los colectivos rodando en el cemento.
Tal vez por eso sostuvimos y contribuimos al silencio en el que estaba sumergido Puerto Ruiz. Durante un rato largo casi no hablamos, y si lo hicimos fue con frases cortadas y apenas sopladas, como cuidando el sueño de un niño que costó hacer dormir.
La postal de calma litoraleña duró hasta un poco después del mediodía. Las familias de los pueblos vecinos llegaban en camionetas grandes y de colores brillantes, haciendo que la costa pareciera más vieja y abandonada de lo que era y estaba. Entendimos que los pescadores se iban como respuesta al arribo del bullicio. Entonces nosotros también decidimos dejar el paisaje de río y explanada de hormigón, sacar los pies del agua y recorrer un poco las calles de tierra que se iban abriendo a medida que avanzábamos en la tarde.
En algunos lugares los caminos se hacían tan angostos que teníamos que retroceder con el auto, y recorrer marcha atrás lo que habíamos andado para adelante. Fuimos contando  el total de calles que vimos, cuatro por cuatro, el pueblo no debía medir más que eso. Reconstruimos el mapa desde el río hacia el poblado. Puerto Ruiz tiene la belleza de los escombros, la pobreza le reluce. Las casas son de los pescadores, los niños que corretean y juegan en los charquitos de barro son de los pescadores, las mujeres que nos miran pasar largamente también son de los pescadores. 
Alejados del río, otra vez nos ensordecía el silencio, a la salida del pueblo y como regalo de despedida nos encontramos con un mural viejo y despintado en el que se leía: “Fui al río y lo sentía cerca de mí, enfrente de mí. Las ramas tenían voces que llegaban hasta mí, la corriente decía cosas que no entendía…”  Juan L. Ortiz.
Cuando subimos a la ruta, mientras el sol iba bajando y las nubes naranjas nos encandilaban un poco, me dijo: ¿Sabías que en Puerto Ruiz nació Juanele? Yo le contesté que no con la cabeza. Seguramente lo había leído en algún lado, pero no había registrado el nombre del pueblo.
Esa noche soñé que caminaba por la calle Ortiz, de Puerto Ruiz, que un hombre flaco y alto me miraba y declamaba un par de versos que no recuerdo,  pero que eran muy hermosos igual que su voz. Un niño desnudo salía por una puerta que parecía dibujada en la pared y me decía que no escuche al viejo, que en realidad se había muerto hacía unos días pero no se terminaba de ir nunca.
Me desperté pensando que en Puerto Ruiz hay muchas almas, pero que deben salir como en todos lados por las noches.


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