Un pueblo con río


Hacía frío en el pueblo, todavía el sol no llegaba a derretir la helada que había caído la noche anterior. Salí de abajo de la pila de frazadas y me puse sobre el pijama el saco que había dejado en la silla que estaba al lado de la cama. Despacio, entrando de a poco al día que prometía sol y mates en el patio, arrastré los pies hasta la cocina. Como era habitual, mi abuela se había levantado un rato antes de que amaneciera, no importaba que fuera fin de semana, ni siquiera importaba mi visita. Mi estadía no alteraba el curso de su día, y a mí me gustaba esa naturalidad con la que nos presenciábamos. Cuando llegué a la cocina la pava ya estaba sobre el fuego, entonces solo tuve que poner la yerba en el mate y esperar a que el agua se calentara para poder comenzar el ritual.
Casi al instante apareció ella en la cocina, me dio un beso mezclado con un buen día y se  sentó despacio en la silla que estaba enfrente mío. Me sonrió despacio, me preguntó si había dormido bien, yo le contesté que sí con un movimiento de cabeza. No sé por qué, pero percibí que se preparaba para contarme alguna de sus historias. Hasta pensé que había puesto la pava como un anzuelo, para que yo quedara parada frente a esa silla en la que ella se había sentado, y entre mate y mate empezara a contarme alguna de sus anécdotas. No sería la primera vez, y la verdad es que yo disfrutaba escucharla. Era como volver juntas a esos tiempos, a esos lugares, ver una novela entre las dos. A veces, le preguntaba cosas en medio de su relato y lejos de enojarse se entusiasmaba más. Me explicaba todo, y volvía sobre su narración retomando los hilos que había dejado sueltos para que no nos enredáramos en la historia.
Pero esta vez el disparo fue directo en el tiempo. Nada de pasados, “nunca te lo dije, pero cada vez estás más parecida a Alfonsina”, me dijo mientras dejaba reposar las manos sobre las mesa y bajaba la mirada, como pidiéndome perdón por semejante confesión. Mi desconcierto fue tan grande que no pude responderle nada. Era raro que la mencionara, no sé cuánto tiempo hacía que no escuchaba su nombre. Nunca nadie me había contado qué había pasado con ella. Lo único que sabía con certeza era que le gustaba leer, porque la mayoría de los libros que circulaban por la casa de mi abuela tenían su nombre en la primera página. Pensé que posiblemente ese gusto por la lectura que yo compartía con Alfonsina hacía que mi abuela nos viera parecidas.
Entonces, muy despacio, como si hablarle fuerte la despertara de algún sueño, le pedí que me contara algo sobre ella. De repente, creció en mí la necesidad de saber con certeza cuál era nuestro parecido, qué nos unía más allá de la sangre, por qué mi abuela me había ocultado siempre la historia de su madre. Ella se levantó de la silla, me agarró las manos, y casi como un suspiro me dijo que estaba muy contenta de que yo no viviera en un pueblo en el que todos los caminos terminaban en el río. En ese momento, comprendí que los caminos del pueblo se habían confundido con el de Alfonsina, porque el suyo también había terminado en el río.
La pava estalló en un silbido, ella me soltó las manos, tiró el agua hervida, la cargó con agua de la canilla y la volvió a poner sobre el fuego.
A la tarde salimos a caminar, todavía hacía un poco de frío, pero el sol nos acompañaba con su tibieza. Llegamos hasta la barranca del río y nos quedamos un rato mirando cómo el agua pasaba arrastrando las ramas y la mugre de la orilla. No pude dejar de pensar en Alfonsina, en su nombre escrito en los libros que leía desde siempre, en ese parecido que no podía dejar de sentir como un designio. Entonces, rompiendo el silencio sepulcral en el que estábamos sumidas, me contó que su madre siempre le había temido al río, que cuando ellos eran chicos y se iban a bañar, ella los miraba desde arriba de la barranca y les pedía que no se alejaran, pero nunca se había metido. "Parece que saltó desde el puente carretero, se le quedó un zapato ahí, lo encontró un vecino después de que encontraron el cuerpo, nunca supe por qué lo hizo. Vos, que te movés como ella lo hacía por la casa, siempre en silencio y con la cabeza llena de pensamientos, que siempre, desde que sos chica agarraste los libros que ella dejó y nadie tocó, jamás; vos ¿por qué saltarías desde el puente carretero si, como a ella, el miedo por el río te desvela, te hace soñar ahogos y mirarlo espantada, por qué? Otra vez, no supe qué constestarle. Mientras caminábamos de vuelta hacia la casa, le conté la historia de la otra Alfonsina, la poeta, la que se tiró al mar por dolor y por amor, le prometí traerle un libro de ella cuando volviera a visitarla el próximo mes.

Esa noche me costó dormirme, sentí que mi bisabuela caminaba adelante mío marcándome un camino, pero ahora que ya conocía el final de esa historia podía decidir no seguirla hasta el río. Me dormí antes de que amaneciera y soñé que Alfonsina se tiraba al mar desde el puente carretero del pueblo.

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