Tríptico de dos partes desiguales


Hace meses que abro las cosas a patadas. Del modo menos literal, claramente. A la fuerza se crean  estos espacios cómodos por un rato, entonces parece que por fin llegó la paz. Ese calorcito en la panza que dice que acá la cosa va a funcionar. Hasta que involuntariamente llega la otra patada, la que  rompe con este orden desestablecido.  Quisiera abrir así, a las patadas, este camino que no podemos caminar juntos. Pero no puedo y te pido perdón. Porque sería justo que te arrastre al lado mío, que te obligue a caminar mis pasos, porque sería lo mejor para vos, lo sé. Pero también sé que soy cobarde, siempre lo fui, y no tengo valor para explicarte que estás equivocada otra vez. Que no vas a poder sola. Que te vas a arrepentir. Que te va a doler.
Entonces es cuando no quiero dejar de apretarte contra el piso. Y sentir tus latidos que suenan fuertes contra mis manos hace que quiera que todo pase más rápido. Y aprieto más fuerte. Y sé que esta última mirada que me estás regalando, desesperada y ahogada, se me va a pegar en la memoria. Se aflojan tus manos y parecen la paz. Se relaja tu cuerpo y el mío se desploma también. Lloro porque me ves sin mirarme. Porque no vas a sufrir más.

Clara había vuelto del trabajo un poco más temprano esa tarde. Tenía que buscar el último bolso con ropa que quedaba en la casa. Después de meses de insomnio y de espiar por la ventana cada vez que escuchaba algún ruido raro afuera o que alguien la llamaba, había decidido volver a vivir con sus padres hasta que él estuviera preso o lejos.
La vecina le había contado que lo había visto sentado frente a la puerta un par de veces. Clara no terminaba de descifrar si la vieja se lo decía en serio o si disfrutaba viendo cómo se le desfiguraba la cara de miedo cada vez que alguien lo nombraba.
Cuando entró a la casa esa tarde,  pensó en la cara de boluda que debía poner cuando se asustaba.  Esa cara debo tener ahora, se dijo cuando lo vio sentado en el piso al lado del bolso. Clara no podía hablar, lo escuchaba mientras él la arrinconaba y le contaba algo de un camino. Como un gesto desesperado la agarró de los brazos y la tiró contra el piso, y cada patada que le pegaba sonaba como un ruido apagado. De repente, Clara dejó de ser ella para convertirse en un número más de una estadística macabra.

La vecina escuchó los golpes y se asomó por la puerta que había quedado entreabierta. Pudo ver el cuerpo de Clara tirado y su mirada fija en el techo, apenas iluminada por la luz débil de la tarde que se apagaba. La vieja puso de cara de boluda y llamó a la policía. 

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