Al sur de Buenos Aires

Apenas cruzo el portón de rejas negras, piso la calle. La tierra vuela y los árboles están medios secos en agosto. Hace frío, un frío de pueblo del sur de provincia de Buenos Aires, de viento y pelo enredado y cara seca, de labios duros y tajeados. Adentro, el calor era inventado abajo de acolchados pesados y un par de rituales frente al fuego.

La terminal me recibe vacía como siempre a la madrugada. El olor a caucho y aceite quemado contribuye al revoltijo de estómago que traigo desde que salí de Rosario. Decido caminar hasta tu casa en vez de llamarte para que me vengas a buscar como habíamos quedado. Espero que el viento frío me despeje un poco y me ayude con las náuseas.

Diez años sin venir y todo parece estar en el mismo lugar. Leo en una pared: Nadie es capaz de matarte en mi alma; ese grafiti es nuevo y me alegra un poco la referencia. La melodía del tema empieza a sonar en mi cabeza, se vuelve compañía en el camino.

La calle está vacía, el pueblo duerme en el umbral del amanecer y no escucho nada más que el viento sacudiéndome las mangas de la campera. Miro para atrás como un gesto por costumbre, buscando ver solo la calle, los cables de la luz y los árboles flacos y pelados. Pero la imagen que se devela está lejos de la que imaginaba, no llego a recordarla. Me despierto con la cara aplastada contra la almohada y el corazón golpeando, como pidiendo que por favor le abra la puerta para salir.

La angustia del sueño se asienta en mi pecho. Acción repetida, me duele en el medio de las costillas, en el hueco que se abre entre los pechos. Una oleada de puntadas que tarda en irse. Me cuesta un poco aflojar la mandíbula, mi cuerpo estaba tenso, al borde de un vértigo, a punto de caer.

Intento dormirme reconstruyendo una cara avejentada por el paso de los años. Necesito decirle que la imagen de ese pueblo me llenó de tristeza, porque me sentí en medio de ese tiempo que no pasa. Me dio tristeza la calle que empezaba a hacerse una con el campo. El camino de tierra, marrón y seco. Y la obstinada convicción de que nada podría brotar ahí.
Miro la ventana que enmarca un terrible cielo rosado a punto de reventarse contra la calle. Desde ese ángulo puedo ver el portón anaranjado de la fábrica de enfrente. Cada vez que llueve parece que el naranja se destiñe más y más.

Presiento que no estoy sola en la habitación, como no lo estaba en el sueño. Estiro la mano y aprieto el botón del velador. El brillo que rompe la oscuridad no tarda en despejar mis dudas; no hay nada en la habitación, ni sombras, ni sueños, solamente el zumbido eléctrico de la bombita de luz. 



Comentarios

  1. Hola, María Celeste. Hace un rato terminé de leer este cuento en El Narratorio. Aquí lo he vuelto a hacer porque es hermoso, aunque la historia tenga su nudo en un sueño angustioso y la tristeza sobrevuele toda la narración. Un impulso me trajo hasta aquí, no pude evitar dejarte este comentario. Me gustó mucho, mucho. Te mando un saludo.
    Ariel

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    1. Hola Ariel, muchas gracias por leerme y por dejarme este comentario. Qué lindo saber que lo disfrutaste, y que hayas seguido el impulso que te trajo hasta aquí. Siempre serás bienvenido. Un gran abrazo! :)

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