Reinvención del mundo de cada día (por un cuento de Eduardo Galeano)


“Entonces nos haremos el amor, el tristecidio”

Hacía más de unos cuantos meses que cada uno dormía mirando el lado opuesto. En el medio de la cama quedaba un espacio vacío, que cada vez parecía ser más ancho. Ella clavaba la mirada en la pared y pensaba en todo lo que tenía que hacer al día siguiente. Él hacía lo mismo mirando la ventana, suspirando de vez en cuando. Hasta que el cansancio los vencía y se quedaban dormidos escuchando algún que otro bocinazo proveniente de la calle.
Los días pasaban sin novedad entre ellos. Cruzaban algunas palabras en la cena, se ponían de acuerdo en el pago del alquiler, los impuestos, por la lavandería paso yo, vos fuiste la semana pasada, alguna anécdota laboral, las quejas a la vuelta del supermercado, porque cada semana las cosas estaban más caras y de repente, los sorprendía el silencio.
Evitaban cruzarse en la casa, sobre todo los fines de semana. Cada uno inventaba una excusa, un cumpleaños, una reunión impostergable con amigos. Y cuando no encontraban pretextos para salir, estaban en habitaciones separadas. No se reclamaban nada, no se exigían presencia. Así fueron convirtiéndose en extraños conocidos que por cortesía o por costumbre aceptaban esa forma de convivir.
Una noche, estando acostados, sucedió que se rozaron los pies y se hicieron cosquillas. Entonces volvieron a mirarse en la oscuridad y se sonrieron como desde otro tiempo. Se tocaron la cara, se recordaron. Recorrieron cada camino conocido en la piel del otro. Se sintieron hermosos. Cruzaron ese espacio vacío que se había instalado entre ellos y pudieron sentirse otra vez. Respondieron y obedecieron a cada impulso de sus cuerpos hasta quedar extenuados, cada uno del lado de la cama que le correspondía. Entonces, otra vez el silencio como un espacio imposible de colmar, una transparencia inevitable que se tejía separándolos.
Y aunque pensaron que hacer el amor podía ser un puente que les permitiera cruzar ese espacio, comprendieron que no era suficiente, porque para inventar el mundo de cada día el amor también debía hacerse con palabras.  

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